Biografía de Almafuerte

Tomado del libro de María Laura Fernández Berro ¡Piu Avanti! (La comuna ediciones, 2013, pp. 17-21)


Pedro Bonifacio Palacios: su vida
                                                                                   

(…) Tenía la cara grande y redonda; la frente muy amplia y despejada;
la nariz gruesa y más bien larga; los bigotes de considerable espesor y
largura; la boca ancha, de gruesos labios. Ya entonces –andaba cerca de
los cincuenta años- era calvo, pero tenía una franja de cabellos crespos
a cada lado, los que se revolvían sobre las pequeñas orejas; y un poco
de melena hacia la nuca. Era muy moreno, picado de viruelas y de
estatura mediana. Usaba grandes anteojos. Tenía un hablar simpático,
entusiasta, y una voz llena y vigorosa. Gesticulaba mucho con el
brazo derecho. Cuando se exaltaba, cosa muy frecuente en él, hablaba
torrencialmente y como si estuviese en pleno furor (…)1


Pedro Bonifacio Palacios, Almafuerte, nació en un humilde rancho
de La Matanza, el 13 de mayo de 1854. Fue uno de los hijos de Vicente
Palacios y Jacinta Rodríguez. Tuvo cuatro hermanos: Juan Bautista,
Manuel, José Abel y Trinidad. A los cinco años perdió a su madre y,
poco después, su padre lo abandonó al cuidado de unos familiares.
Tenía siete años cuando su tía, Carolina Palacios, se trasladó con él
a Buenos Aires, ciudad donde el niño cursará sus primeros estudios.
Estudió en una escuela religiosa de Pilar en la que llegó a ser preceptor,
familiarizándose con la lectura de la Biblia, Lamartine, Víctor
Hugo, Dumas, Chateaubriand, y se volcó a la práctica del dibujo. Muy
joven se despiertan en él las inquietudes literarias, al propio tiempo que
se dedica al ejercicio de la docencia. Adolescente aún, a los dieciséis
años, y después de una desilusión amorosa, comienza su vida independiente.
Vive solo y se mantiene con un cargo de ayudante de escuela.

1 Manuel Gálvez. “Recuerdos de la vida literaria. Almafuerte”. Caras y Caretas, Buenos


Además de su vocación literaria, Almafuerte manifiesta una singular
predisposición para la pintura –muchas veces se ganará la vida
como profesor de dibujo y retratista- por lo que se anima a solicitar
una beca para perfeccionar sus estudios en Italia. Pero la beca le es
negada.
Trabaja como maestro en distintas escuelas, de la Piedad y Balvanera,
en Buenos Aires, enseñando dibujo y declamación.
La poesía, la docencia y el periodismo ocuparon sus afanes. Como
un nómade, pasó de un pueblo a otro, yendo y viniendo. En todos escribió
un poema, animó una escuela o sublevó un diario.
En 1876, pasó por la escuela del barrio de Balvanera, y fundó junto
a otros jóvenes el centro juvenil Manuel Belgrano. Tanto el magisterio
como la enseñanza rural fueron herramientas con las que sembró el
progreso y la civilización.
Yo renuncié las glorias mundanales/ Por el arduo desierto solitario,/
Para sembrar, también, abecedario,/ donde mismo se siembran
los trigales, dicen los versos de El misionero.
25 de Mayo, Salto,Trenque Lauquen, Chacabuco, Mercedes, fueron
algunos de los pueblos en los que vivió y enseñó. Se desempeñó
en el diario El Pueblo, lo que le otorgó reconocimiento y prestigio.
También fue bibliotecario y traductor.
Almafuerte fue uno de los tantos seudónimos de Pedro Bonifacio
Palacios. Tuvo otros como Plutarco, Bonifacio, Uriel o Juvenal, pero
sin duda este fue el que más lo representó, y en él quiso sintetizar la
lección moral que creyó necesario transmitir. Toda su vida y toda su
obra giraron en torno a esa lección moral. La esgrimió como un deber
y una proclama. Fue un rebelde.
Nebulosas y contradicciones permiten afirmar que Almafuerte es
la figura más extraña de nuestras letras. De él puede decirse todo lo bueno
y todo lo malo, y todo, igualmente, podría justificarse. Borges lo ha
expresado mejor: “Como todo gran poeta instintivo, nos ha dejado los
peores versos que cabe imaginar, pero también, alguna vez, los mejores”.
Además, cuenta y se proyecta en su vida cotidiana a tal punto,
que poeta y hombre se conjugan, se nutren, atraen, y no se sabe
bien si esa vida interesa por su poesía o su poesía por esa vida.


Esta conjunción existencial logró destacarlo entre sus contemporáneos.
Ni los más elegantes y correctos de entonces (Calixto Oyuela,
Leopoldo Díaz, Rafael Obligado) pudieron sobrepasar el frío
recuerdo de los diccionarios y las enciclopedias. Almafuerte quedó
más allá. Quedó en la mofa o en la admiración, pero nunca en
la indiferencia. Todavía hoy es motivo de polémica y admiración.
Por eso mismo, tal vez lo que lo distinga no sea exactamente su poesía,
sino la actitud de su poesía. En un medio dominado en parte por
la sombra de Lugones y en parte por la influencia anglofrancesa, en
nuestra literatura, una actitud como la de Almafuerte, no pudo menos
que escandalizar.
Escribió apasionadamente.
En aquellos tiempos, sus poemas fueron despreciados por un sector
“docto y culto” de la sociedad, pero el pueblo sencillo, los taberneros,
mozos de cuadra, campesinos, trabajadores y obreros le tenían
un amor a toda prueba.
Fue maestro por vocación, periodista por convicción, poeta por
sentimiento.
Combativo, polémico, rechazado por el poder e idolatrado por el
pueblo, vivió siempre en condiciones humildes, pero jamás dudó en
dar lo poco que tenía a los más necesitados.
Corre el año 1874, el último año de la presidencia de Sarmiento,
figura con la que Almafuerte se siente profundamente identificado.
Mitre y Alsina encabezan los dos principales partidos que se disputan
el poder, pero ambos son resistidos en las provincias. En medio
de una tensa situación política, triunfa la candidatura del tucumano
Avellaneda, que sube con el apoyo del autonomismo. De acuerdo con
Alsina -ministro de Guerra y Marina del nuevo gobierno- Avellaneda
promete una política conciliatoria. Pero el caudillo del autonomismo,
de quien Almafuerte es partidario, muere en 1877 y es reemplazado
por Roca.
Ante la convicción de que una grave crisis moral se cierne sobre
la nación, el poeta decide alejarse de Buenos Aires. Deambulará,
siempre solo y sin recursos, por distintos pueblos de la Provincia, en
donde se desempeña como maestro y director de escuela y también
como periodista.

Estando en Chacabuco, recibe la visita del propio Sarmiento.
“Cuando la pampa se haya poblado –le dice el poeta- me iré de maestro
a Chubut”.
En 1887, se instala en La Plata, donde desarrolla una intensa labor
periodística, primero en la redacción del diario Buenos Aires y, luego
de la Revolución del 90, como redactor y director de El Pueblo. Sus
artículos y sus poemas, siempre incisivos y combativos, fueron firmados
desde entonces con el seudónimo de Almafuerte, y suscitaron
apasionados ataques y defensas.
Proclive a los exabruptos, a los mal disimulados arranques de
cólera, a una verborragia torrencial, su vida pareció oscilar entre el
desasosiego y la exaltación.
Tiene casi 40 años cuando La Nación le publica por primera vez
un poema. Este, titulado con un interrogante, es reproducido en El
Globo de Madrid
y lo precede un elogiosísimo comentario.
En Salto escribe Olímpicas, Nocturno, Cristianas, y da forma
final a La sombra de la Patria, cuya lectura pública el 30 de agosto
de 1893, causa una verdadera conmoción y, según palabras del propio
Almafuerte, lo malquista con el “alto clero nacional”.
Las primeras estrofas de Jesús y las amarguísimas Páginas negras
nacen en Trenque Lauquen, donde el poeta ejerce durante dos
años el magisterio. Pero en 1896, una resolución de la Dirección General
de Escuelas lo declara cesante –después de más de 20 años de
docencia. Para solventar sus necesidades, que llegan a ser apremiantes,
se lo ubica, durante un tiempo, en distintos cargos burocráticos
que le permiten continuar escribiendo. Así nacen las Milongas clásicas,
el Prólogo de Apóstrofes, el Cantar de los Cantares.
Hacia 1900, Almafuerte reside en humildes viviendas de Buenos
Aires. De una de ellas, ubicada en la entonces calle Cuyo, dice Gálvez:
 “…merecía ser descripta por Dickens. La entrada era la de un
cafetín inmundo. Había que pasar por allí para llegar a un cuarto sin
luz, en dos de cuyos rincones tenebrosos se advertían sendas camas”.

Es el año 1904. Va a concluir la segunda presidencia de Roca, “el
alma más negra que tiene la República”, según Almafuerte. En vísperas
de las elecciones, y desde el escenario del salón del Bon Marché,
el poeta hace oír su voz en apoyo de la candidatura de Marco Avellaneda.
Luego del triunfo de Quintana, candidato oficial, Almafuerte
se radica para siempre en La Plata. De esta época son tres de sus más
célebres composiciones: Gimió cien veces, Confiteor Deo y El misionero.
1906 y 1907 son años dramáticos en la vida del poeta que, agotado
y carente de todo recurso económico, cae en un estado de honda
postración. Su pobreza se hizo extrema. Deprimido, exaltado a veces,
otras al borde de la desesperación, recurrió a la bebida. Pero no fue
un dipsómano. Adoptó cinco hermanos, que protegió como hijos, y
en plena pobreza se privó de sus escasos muebles para cederlos a dos
jóvenes cuyo casamiento se veía postergado por la carencia de ese
ajuar. Simultáneamente, ordena su libro Lamentaciones y escribe sus
tan difundidos Sonetos medicinales.
Más adelante intenta hacer publicar sus obras completas pero el
proyecto fracasa. Apremiado por las circunstancias, realiza lecturas
públicas de sus poemas y giras por los pueblos de provincia.
A partir del año 1910, pareció recuperar su ánimo, siendo requerido
como orador. En 1913, ofreció en el teatro Odeón de Buenos Aires
un ciclo de lecturas de sus Poemas y Evangélicas, propuesta que se
extendió a otras ciudades y pueblos. Al año siguiente, fue homenajeado
por el Colegio Nacional de la Universidad de La Plata, junto a los
poetas Carlos Guido Spano y Rafael Obligado.
Su salud se debilita.
Recién en 1916 el Congreso le concede una pensión vitalicia de
doscientos pesos, que Almafuerte nunca llegará a cobrar.
Una tarde de fines de verano, el 28 de febrero de 1917, a los 63
años, su corazón dejó de latir. Manos anónimas cerraron sus ojos. Murió
como vivió: solo, completamente solo. Pero el sepelio de sus restos
fue apoteótico. Pueblo y gobierno le rindieron al gran solitario su más
profundo homenaje. Ricardo Rojas y muchas otras figuras de la literatura
argentina glorificaron con sendos discursos al poeta que cantó a
los oprimidos y apostrofó a los tiranos. La muerte sólo lo detuvo para
dar paso a su inmortalidad.

Ricardo Rojas, en representación de la Universidad de La Plata, retrató a Almafuerte:

Poeta fue; y sólo a esa altura y dignidad del espíritu, más alta que todas
las jerarquías terrenales, vienen aquí a rendir su ofrenda: gobierno,
magisterio, burguesía, proletariado, sacerdocio y milicia, que todo ello
se refunde y supera en el estro del cantor. Por eso la Universidad de La
Plata, libre como la musa de Almafuerte y joven como su grey, viene a
rendir tributo de gloria a quien supo ser poeta sin dejar de ser hombre,
ardido en vivo amor de humanidad. Ella me envía y ella sabrá por qué
ha querido que fuera yo quien proclamara sobre la tumba de Almafuerte
nuestra fe en los mismos ideales que el poeta muerto padeció y cantó,
sosteniendo junto a sus restos por encima de las individualidades y de los
partidos, la necesidad social del amor, la necesidad social de la justicia y
la necesidad social de la belleza. 3

En su entierro un cronista relató:

Algunas gentes humildes, hombres y mujeres del pueblo, se detenían,
silenciosamente y conmovidas, a contemplar la tumba de Almafuerte. Las
mujeres se apoderaban furtivamente de algunas flores y se las llevaban
ocultas entre sus ropas (...) La intuición de los corazones sencillos sabía
que allí quedaba uno de los suyos, que sintió sus dolores cotidianos y
sus heroísmos anónimos, fuera o no un neurópata, según los científicos
sostuvieran, estuvieran o no sus versos rotundos y sus prosas lapidarias
dentro de la norma y el mal gusto de los retóricos.

Después de su muerte, un grupo de estudiantes solicitó oficialmente
a las autoridades que se costease la publicación de sus obras, sin haber
logrado que el gobierno aprobara tal requerimiento. El tiempo y la
justicia repararon tal situación. En la actualidad, en la ciudad capital,
se conservan todas las pertenencias del poeta en el museo que lleva su
nombre y honra su memoria.



3 Arturo Marasso, “Palabras de despedida a Almafuerte”.


1 comentario:

Federico Ferreiro dijo...

Estimada Laura, quiero conseguir un ejemplar del libro ya que estoy estudiando a Almafuerte y seguramente una obra como la tuya enriquecería muchísimo la que yo pretendo lograr. Dejo mi contacto a quien tenga algún punto de venta. Federico Ferreiro